viernes, 20 de febrero de 2009

El temperamento milanés se apellida Chailly





Anoche la expectación se palpaba en el ambiente del Auditorio, ante la llegada de la orquesta más antigua del mundo: la Gewandhaus de Leipzig. La agrupación que nació en 1743 ha contado hasta la fecha con titulares de la talla de Kurt Masur, Herbert Blomstedt y Riccardo Chailly. Ha pasado de lo bueno a lo mejor, perfilando un sonido compacto, ensamblado, único. Riccardo Chailly no sólo ha ampliado su repertorio, sino que a dotado a la orquesta de un ritmo vibrante, contagioso, desenfrenado.

Para la tarde-noche madrileña de ayer, qué mejor música que la del siempre alegre Mendelssohn. Pese a los clichés contrarios a la aparente facilidad melódica mendelssohniana, he de decir que sigue pareciéndome una especie de "segundo Mozart". Su belleza sonora no tiene porqué verse sumergida en críticas simplistas, ya que la calidad de sus oratorios Elías y Paulus, enraizados con la tradición bachiana, distan del arquetipo de ser fáciles composiciones de un aprendiz. Sus músicas incidentales pueden trasladarnos a parajes de ensueño y las sinfonías llegan a hacernos visitar parajes en la campiña escocesa o de la Italia más apasionada. El dominio de la tecla y del arco le hicieron virtuoso compositor de partituras para dichos instrumentos solistas. Si a ello le sumamos un entorno familiar de lo más intelectual tenemos un resultado sobresaliente. Fanny (su hermana pianista y compositora) y Moses (el abuelo filósofo venerado en toda Alemania a la par que Leibniz) representan el epicentro de los apellidos Mendelssohn y Bartholdy.

Admirador de Abbado y admirado por Karajan, Riccardo Chailly ha cosechado éxitos junto a la Orquesta de la Radio Occidental de Berlín, en la Concertgebouw holandesa, con la Scala milanesa y en la ciudad de Bach y Mendelssohn. De este último se conmemoran los 200 años de su nacimiento, una fecha imposible de olvidar tanto por lo que significó su música como por lo que hizo por redescubrir la de Johann Sebastian Bach, entre otros.

El temperamental y brioso Chailly dio comienzo ante una sala con abundante y deseoso público. La Obertura Trompeta fue dándonos las claves para las magnas segunda y tercera piezas. Un bloque de sonido inundaba el ambiente. Los arcos de la cuerda se alzaban al mismo nivel mientras las maderas y los metales se debatían su espacio. Los vientos en su justo lugar, dando nombre a la composición pero sin estridencias, nutriendo nuestros deseosos oídos que exigían más música. Chailly danzaba desde el principio en el podio, llevado por su pasión.

Lang Lang se atrevió con el Concierto para piano nº1 del hamburgués, que ya conocíamos gracias a la lectura que realizó para el sello D.G. junto a la Sinfónica de Chicago y Daniel Barenboim. El estreno en Múnich, en 1831, no acabó de satisfacer al compositor aunque sí a un público entregado. "Muchas notas y poca música", dijeron unos. La sensibilidad y el virtuosismo de Lang Lang iban como anillo al dedo de esta obra. Las acrobacias del oriental hacían que cada tecla pareciese acariciada. Precisión al servicio de unas sonoridades deliciosamente delicadas.

Mendelssohn recorrió Escocia y el resto de islas británicas. Allí conocería a Sir Walter Scott, quien sería el revisor y corrector de su futura Escocesa. El 30 de agosto de 1829, Mendelssohn visitó el palacio de Holyrood para nutrir su idea de los Highlands sumada a las leyendas poetizadas de Macpherson. "La capilla lateral ha perdido la techumbre y está cubierta de hierba y hiedra, y en su altar desmoronado es donde María fue coronada reina de Escocia. Todo está en ruinas, y a cielo abierto. Creo que he encontrado aquí el inicio de mi Sinfonía escocesa", relataba. Quería reflejar el ambiente de sus brumas pero, como él dice, "esta sinfonía escapa a la medida que yo creía tener". La Gewandhaus la estrenó junto a su autor el 3 de marzo de 1842. En 1847 haría su décima visita anglosajona, en la que entablaría amistad con la reina Victoria y el príncipe Albert. La destinataria de la dedicatoria sería su Majestad. La Filarmónica de Londres hizo mayor aún el éxito alcanzado anteriormente.

A una velocidad de vértigo, sin apenas pausas entre los movimientos -como se indica en la partitura-, Chailly firmó una lectura apasionante. El propio Robert Schumann la recuerda como "un todo estrechamente interrelacionado". Fue el momento álgido de este concierto, a lo que el público respondió con unos merecidísimos aplausos.


Las propinas, plausibles para algunos entre los que no me encuentro, fueron el Andante de la Quinta del compositor de El sueño de una noche de verano y la reiterativa Marcha nupcial, de esta citada composición de título shakespeariano.

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