domingo, 4 de abril de 2010

Cuando Lucerna se rinde ante Abbado


Cada Pascua, la hermosa ciudad de Lucerna (Suiza) espera impaciente su fabuloso festival musical, en la Sala de Conciertos del KKL. A orillas del Vierwaldstätter, la enorme construcción de Jean Nouvel preside al lado de la moderna Estación Central (obra de Calatrava). El enclave resulta de lo más idílico, con los barcos recalados ahí mismo y con el agua como elemento conector. Parece un espacio hecho a la medida del maestro Abbado, su orquesta y el encuentro con los melómanos.

Al ser la primera vez que acudía al Festival, todo resultaba tener un brillo especial. El transitado Kapellbrücke, sobre el Reuss, me hacía contemplar la pintoresca estampa. Los Alpes se erigían al fondo en total armonía. Quedaban pocos minutos para que diera comienzo tan deseado acontecimiento. La juventud de los venezolanos de la Simón Bolívar iba a encontrarse con la sabiduría de Claudio Abbado. El programa sugerido empezaba con la enérgica Suite escita, de Serguéi Prokófiev, secundada por la Suite de Lulú, de Alban Berg. El colofón triunfal lo pondría Piotr Ilich Chaikovski, con su Patética.

Para tan completo despliegue de notas y contrastes rítmicos y melódicos, Abbado mostró la mejor de sus sonrisas a cada segundo. La comunicación fluía en todo momento, como si de un discurso no verbal se tratara. Un revitalizado maestro, se puso a dirigir al instante de subir al podio, con total naturalidad y de memoria. No parecían hacerle falta las partituras, ya que lleva años reflexionando aquello que se le planteaba. Es como un filósofo musical que introspecciona cada documento que tiene frente a sí mismo. Hacen falta lecturas tan portentosas como las ofrecidas por unos y otros, los experimentados y los apasionados.

Un torrente de vitalidad inundó la acústica del KKL, con un vibrante Prokófiev. Las danzas primitivas y de inspiración ancestral sirvieron de coreografías vigorosas, en rotundas interpretaciones. El sonido de la masa define a la Simón Bolívar, qué duda cabe. Con el dramastismo y la crudeza de nuestro tiempo, viene Alban Berg. Una atractiva y carismática Anna Prohaska se atrevió con el lenguaje complejo de Lulú. De propina nos otorgaría un Mozart, perteneciente a La flauta mágica.

Lo mejor estaba por llegar, con la biográfica Patética, de Chaikovski. El director de orquesta italiano no dejó matices sin detallar ni acentuar. Sólo perturbó mínimamente la atmósfera algún aplauso despistado, al final del penúltimo movimiento. El desenfreno de color orquestal es lo que tiene. Pero, en la conclusión de la sinfonía se reúne el todo del romántico sufridor. Un lamento a modo de réquiem, a pequeña escala, encerraba la sabiduría del humanista conductor de la batuta. Una exhalación y el silencio del público darían paso a la calurosa ovación.


Harnoncourt y su Concentus Musicus Wien se ciñeron a interpretar Beethoven. Inusual y por ello aún más atractivo programa, consistente en el oratorio Cristo en el Monte de los Olivos y la Cantata para la muerte del káiser José II. Pese a las particularidades de la afinación de los instrumentos de época (o copias), don Nikolaus controló con las manos y sus enormes ojos cuanto allí sucedía. No se le escapó ni un detalle. El Coro Arnold Schoenberg respondía a cada ataque, al igual que cada uno de los instrumentistas. Pareciera un concierto entre amigos. La religiosidad fluía, el nivel dramático se evidenciaba y la intensidad beethoveniana hacía acto de presencia. Con las voces solistas primaron la corrección y el equilibrio.


La Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana fue la gran protagonista de estas fechas zu Ostern. Así, Gustavo Dudamel también se subió al podio de los suyos, con Francesca da Rimini y la Sinfonía alpina. Christian Vasquez participaría en un matutino encuentro familiar, que incluyó esa pieza tan destacable que es el Danzón nº2, de Márquez. Y, para poner la guinda del pastel, estuvo el violinista pasado a director, Diego Matheuz.

Quizás fuera este el concierto que peor sabor de boca nos dejó. Matheuz es un conocedor del arco, como pocos. Las comparativas se hacían evidentes. El hijo del compositor Boris Blacher, Kolja, tradujo la parte solista del Concierto para violín y orquesta, de L. van Beethoven. Profesor de la Hochschule für Musik, de Berlín, resultó algo plano en la cadencia y en el conjunto global de la interpretación. Sus acordes no arropaban transmitiendo un Beethoven cálido y directo, sino un cúmulo de notas rigurosamente tocadas. Faltó una mayor comunicación entre la orquesta y el intérprete. Una pena, dada la entrega de los jóvenes.

Con la Décima, de Shostakóvich, los Proms londinenses que presidió Gustavo Dudamel en 2007 se nos vinieron a la memoria. Los movimientos segundo, tercero y final del cuarto tuvieron momentos de gran voltaje. El sonido grupal (nutridamente cordófono) , de nuevo, parece la seña de identidad de los temperamentales muchachos. También cabrían destacarse los inmaculados metales, las templadas maderas y la atronadora percusión.