jueves, 16 de noviembre de 2017

XXIII Temporada de Grandes Conciertos de Otoño en el Auditorio de Zaragoza


La Orquesta Filarmónica Nacional de Armenia y Eduard Topchjan tenían preparado un programa (13 de noviembre) que le hubiera encantado a su anterior director en el podio, Loris Tjeknavorian. En la primera parte se interpretó el Concierto para violín y orquesta de Áram Jachaturián y en la segunda, la Sinfonía número 10 de Dmitri Shostakóvich. Un programa netamente soviético, ahora que se conmemora el aniversario de la Revolución rusa de 1917.



El dificultoso Concierto para violín y orquesta de Áram Jachaturián, iba a haber contado con la solista Anush Nikoghosyan pero se sustituyó por motivos personales por la alemana Sophia Jaffé. De origen berlinés pero residente en Frankfurt, Jaffé posee una destreza que le viene de familia, ya que sus padres han sido integrantes de la Deutches-Symphonie Orchester, en tiempos del joven Lorin Maazel. Uno no puede evitar recordar a David Oistraj con el propio compositor dirigiendo su obra frente a la Orquesta Sinfónica de la Radio de Moscú o con el mismísimo Leonid Kogan junto a la Sinfónica de Boston que conducía Pierre Monteux.



Desde las grabaciones para el sello ASV, sigo los pasos de la entonces Filarmónica de Armenia y, ahora, Filarmónica Nacional. El movimiento lento de la solista quedó engrandecido por su calidad y destreza frente a los rápidos movimientos extremos, correctamente servidos por los músicos de Ereván. Jachaturián destaca el colorido de las regiones de la extinta URSS, pone a prueba al solista con trinos y dinámicas cambiantes y seduce al oyente con melodías cautivadoras. La versión ofrecida estuvo a muy alto nivel, con un más que correcto fraseo e idea de la afinación y una sugerente e hipnótica rapidez.

Jaffé supo agradecer tanto aplauso por parte del público aragonés con una propina interesante por lo inusual de su interpretación, como es la Aurora, de la Sonata número 5 de Ysaÿe.

La Décima Sinfonía de Dmitri Shostakóvich, es una de las mejores de su producción, junto a la Primera, la Quinta, la Séptima, la Novena y la Décimo tercera. Su segundo movimiento, Allegro, fue lo mejor de la obra, destacando el uso grupal de la cuerda, la madera y la percusión. Topchjan posee una idea más debussiana de dirección que la percutiva manera de Tjeknavorian. Dota a la música de Shostakóvich de un alma propia. A pesar de las pasiones y sentimientos que en ella quedan implícitos, la alargada sombra de Stalin y su reciente fallecimiento planeaban sobre la misma. No obstante, en el Allegretto, encontramos la firma musical del autor DSCH (re, mi bemol, do y si).


Por si todo esto no hubiera sido suficiente, como propina nos ofrecieron Topchjan y los suyos, el delicioso Adagio entre Frigia y Espartaco, del ballet del mismo nombre, de Áram Jachaturián. 

Aires bohemios: Jakub Hrůša y la Sinfónica de Bamberg en Madrid


Jakub Hrůša, visitó Madrid recientemente, de la mano de la Orquesta Nacional de España, para el “Carpenter Show”. Ahora lo hizo, apoyado por el Ciclo Ibermúsica, el pasado día 11 de noviembre, en calidad de director titular de la Orquesta Sinfónica de Bamberg. Es, además, director invitado permanente de la Filarmónica Checa como también lo es de la Tokyo Metropolitan Symphony Orchestra (TMSO). De hecho, con motivo del agravado estado de salud de Jiří Bělohlávek y posterior defunción, lo sustituyó al frente de los Filarmónicos checos, durante el Festival Enescu, de Bucarest, demostrando su enorme calidad y dominio de la batuta.

La bonita ciudad bávara de Bamberg, a orillas del Regnitz, posee una orquesta que puso a punto el británico Jonathan Nott, como han dado cuenta los conciertos de La Filarmónica y algunas grabaciones para el sello discográfico Tudor, con el que Hrůša mantiene el contrato. Es una agrupación alemana de tradición bohemia, con lo que la mezcla de estilos queda patente.

Hace dos años grabó Hrůša el ciclo de Mi Patria de Bedřich Smetana, junto a su Sinfónica de Bamberg, desde la Konzerthalle, demostrando su refinamiento y gusto por el detalle, cosa que prevaleció en su interpretación para la primera de las piezas del concierto madrileño, de la mano de Ibermúsica. En esta ocasión, únicamente pudimos disfrutar del Moldava (Vltava), conducido sin partitura, las dos flautistas supieron compenetrarse en ese impetuoso fluir del río praguense, la cuerda sonó ligera y el metal forte, las maderas estuvieron espléndidas y el solo de clarinete imperó haciendo su agradable entrada.



El Concierto para violín y orquesta de Jean Sibelius requiere de un solita de enorme dominio técnico, para lo que se contó con la premiada instrumentista rusa, Viktoria Mullova. Con un sonido árido en algunos pasajes, al modo de Gidon Kremer, no podía dejar de recordar su doble Primer galardón durante el Concurso Sibelius en los años 80, interpretando esta composición o su versión junto a Seiji Ozawa y la Sinfónica de Boston. Su medida del tiempo ha cambiado pero no su destreza y su idea del staccato. La orquesta y ella se compenetraron perfectamente, en una versión reflexiva y sosegada, acompañada siempre por un Stradivarius o un Guadagni.



Recordando uno de los temas de su CD, Stradivarius in Rio, Mullova agradeció al público su entrega y ovación con uno de los temas de inspiración brasileña.


La Novena Sinfonía, del Nuevo Mundo, de Antonín Dvorák, pasará a la historia de la Música como una de las más interpretadas y grabadas. Nuevamente sin partitura y haciendo gala de su otro compositor patrio, se encaramó al podio el maestro checo. Los violonchelos quedaban suspendidos en perfecta armonía frente al ataque de las trompas y el sonido de la flauta resultaba aterciopelado. El tema interpretado en el segundo movimiento por el corno inglés y el oboe quedó redondeado y pareciera como si el tiempo se hubiera suspendido.  Los dos últimos movimientos destacaron por su colorido, ritmo y melodía. 

jueves, 9 de noviembre de 2017

Que vienen los rusos por partida doble




La Orquesta Filarmónica de San Petersburgo y Yuri Temirkanov venían siendo los emblemas del Ciclo de Conciertos de Juventudes Musicales, para ser ahora dos de los pilares de Ibermúsica, en el Auditorio Nacional madrileño.

Se programaron dos eventos (días 5 y 6 de noviembre), para las Series Barbieri y Arriaga, en los que se incluyeron el Concierto para violín y orquesta de Brahms, junto al solista Serguéi Dogadin y la Cuarta Sinfonía de Piotr Ílich Chaikovski, para el primero de los mismos y un  programa netamente caucásico para el segundo, incluyendo dos composiciones de Nikolái Rimski-Kórsakov (La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh y Scheherezade) y en el aniversario del fallecimiento del autor de la Sinfonía Patética, interpretaron Temirkanov y los suyos nada menos que Francesca da Rimini.

Con total humildad y desprendido del divismo de otros, se aproxima el maestro Temirkanov al podio de estilo barroco y de madera añeja que le otorga magisterio y sublime calidad a lo que allí va a tener lugar. Como ya he comentado con anterioridad mi predilección acerca de la manera de dirigir sin batuta del director y su reverencial inicio hacia autores predominantemente rusos o de la órbita, con un gesto de marcada devoción y como si en cada mano poseyera un total de diez batutas, una por cada dedo. No pierde la atención a cada entrada solista y les sigue en conjunto e individualmente con la mirada surgida por encima de sus gafas y con cada una de sus indicaciones.

El primero de los disfrutables conciertos, demostró la sincronía de treinta años de estrecha colaboración, tras la etapa de Evgueni Mravinski. Aunque el Concierto para violín y orquesta de Brahms sea absolutamente magistral, en manos del maestro Temirkanov todo sonaba claro y perfectamente fraseado, como si de una lectura al detalle se tratara. De hecho, esta agrupación recibió varios galardones austriacos por la manera de afrontar la música de Brahms. Serguéi Dogadin posee una indiscutible técnica interpretativa que a veces le hace perder el sentido musical de la obra y su romanticismo, en pos de un sonido algo tosco y no demasiado refinado. Temirkanov, por su parte, subrayó lo poético y dramático de la obra.

Chaikovski y su Cuarta Sinfonía son el ejemplo de la satisfacción que sentía el autor por su obra. Temirkanov posee una idea total de la composición, destacando por el uso del incisivo metal, realzando el tono cálido de las maderas y mimando una cuerda que tocaba al unísono. La percusión fue apoteósica y dejó entrever una conclusión triunfal.


Ante las merecidas ovaciones y los bravos por parte del público asistente, el director de orquesta y los músicos de la orquesta optaron por interpretar una propina deliciosa, como es la Danza de los pequeños cisnes, del Lago de los Cisnes de Chaikovski.

El segundo de los conciertos definía la clara procedencia de sus intérpretes, con un maravilloso programa ruso. Con la Ciudad invisible de Kitezh de Rimski-Kórsakov, Temirkanov destacó la melodía mágica debussiana de la obra, en una especie de impresionismo siberiano, primando el uso de la cuerda y la madera junto a los toques delicados del arpa. Se hacía patente la treintena de años en el podio de la agrupación y la sintonía que desprenden. La percusión hizo su festiva entrada y en ningún momento se perdió el sentido del ritmo.

Chaikovski volvió  a hacer su aparición notable con Francesca da Rimini, pieza sugerida por su hermano Modest, a modo de fantasía orquestal con una utilización imponente de la agrupación filarmónica y con unos compases huracanados incluidos. Es una obra de marcado contenido psicológico y compleja estructura. Temirkanov supo destacar el sonido individual y colectivo otorgando a cada integrante su espacio y personalidad.

El punto final, a modo de las Mil y una Noches, lo puso Rimski-Kórsakov de nuevo, en este caso con su Scheherezade. Para ello, contó con la importante presencia del concertino, Lev Klichkov. La fantasía orientalista se vislumbraba con claridad y quedaron redondeadas las frases orquestales, en un carácter cíclico y casi hipnotizador. Desde el inicio, se imprimió un impactante temperamento a la música y Klichkov nos hacía recordar al mítico concertino de la Gewandhaus en tiempos de Masur, Karl Suske. La intensidad de este poema primó sobre algunos desajustes de entradas minoritarias y concluyó cerrando una página de apasionante lectura y emotiva escucha.


En este caso, la propina no podría ser otra que Chaikovski, conmemorando de nuevo su onomástica y rememorándole con el Pas de deux, del ballet Cascanueces.


Obras, compositores, intérpretes y director para el recuerdo…