El pasado lunes, 22 de mayo, tuvo lugar un encuentro
interesante y ya constatado en versión discográfica (Deutsche Grammophon) entre
la poderosa y vibrante Orquesta Filarmónica de San Petersburgo y su titular
desde la época posterior a Evgueni Mravinski, Yuri Temirkanov y la violinista
española Leticia Moreno, con una maestría claramente en alza.
Siente Temirkanov una especial afinidad con la música de
Shostakóvich, habiendo grabado casi la totalidad de sus sinfonías y sintiéndose
especialmente cómodo en la Quinta, Séptima, Décima y Decimotercera. Entre el
disco grabado con Moreno y los filarmónicos de San Petersburgo y el concierto
comentado han transcurrido tres años para percibir un progreso en la carrera artística
de Leticia, un valor en auge formado por Maxim Vengerov y que Juventudes
Musicales de Madrid supo impulsar. Contó siempre con el apoyo del mítico
violonchelista y director de orquesta ruso, Mstislav Rostropóvich y hace gala
de tan bellos recuerdos.
Para interpretar el Primero de los Conciertos para violín y
orquesta, de Shostakóvich hace falta poseer una destreza en el arco
sin igual, tener capacidad para el ataque y tener un asombroso sentido del
ritmo. En esta obra se dan diferentes estados anímicos que van desde lo
humorístico al sentido más amargo del sufrimiento humano. La prolongada estela
de Stalin se deja entrever mientras el compositor va variando su percepción en
el avance de los movimientos. Si David Oistraj fue un magistral intérprete de
la misma junto a Mravinski en la fecha de su estreno, Leticia Moreno supo ser
una fiel solista capaz de emocionar y ser toda una virtuosa en el escenario de
la Sala Sinfónica del Auditorio madrileño.
El concierto se inició con una de esas piezas típicamente
rusas que animan al espectador a que aprecie el precioso arte de la Música. Me
refiero a la obertura de la ópera Ruslán
y Ludmila, de Mijaíl Glinka, una pieza de un romanticismo sin igual,
plagada del folclore caucásico y elementos orientalistas sumados al exquisito
conocimiento melódico del compositor. Glinka visitó y se sintió embriagado por nuestro
país, al que le dedicó algunas páginas y cuya placa conmemorativa se encuentra
en la calle Montera.
El detallismo de Temirkanov hace que uno perciba cómo sus
manos parecen poseer diez batutas. Para ello, en la Sinfonía Patética, de Piotr Ílich Chaikovski supo
extraer la esencia, los aspectos líricos y los marciales, la poesía interior y
el dramatismo final, a modo de Réquiem con conocimiento o no del autor (eso
nunca lo sabremos). El fagot inicia desde lo profundo del corazón de Piotr
Ílich su camino hacia el despliegue del resto de la orquesta. Con el segundo
movimiento queda patente el complejo y empastado sonido de la cuerda del
antiguo Leningrado y en el penúltimo de los tiempos, las maderas y metales
relucieron. Parece complicado evitar el aplauso ante tan apoteósico y marcial pero
merece la pena contener la respiración para sumergirnos en el último tiempo, el
más reflexivo y vital. Pocas versiones describen el lamento final como la de
Sergiu Celibidache y la Orquesta Filarmónica de Múnich (EMI) aunque Temirkanov
contuvo la cadencia de los violonchelos y contrabajos hasta el último instante,
segundos antes del aplauso.