En Gustav Mahler todo, o casi todo, renace y resurge. Es un tira y afloja, un ir y venir, un desarrollo que fluye intrépidamente y un corte radical con lo anteriormente escrito. Con su Segunda sinfonía, denominada Resurrección, se procede al enterramiento simbólico del héroe de su titánica Primera sinfonía. Podría decirse que cierra un ciclo y abre uno nuevo. Al contrario que otras composiciones suyas, esta obra inicia el primer movimiento con una marcha fúnebre. Le suceden momentos de transición y concluye con un apoteósico momento coral.
El Berlín de finales del siglo XIX será el escenario elegido para sus dos estrenos, el que inició Richard Strauss con los tiempos iniciales y el que finalizó el propio Gustav Mahler con la parte coral. Su continuo reflexionar le llevó a plantearse incluir un fragmento vocal, ya que podría habérsele relacionado con el difunto Beethoven. Haciendo referencia ya a los lieder Das knaben Wunderhorn, la Resurrección nace tras la escucha que hace Mahler durante el funeral de Hans von Büllow de una pieza coral denominada así mismo, de Friedrich Gottlieb Klopstock. Colosal, sinceramente, hasta el punto que Luciano Berio la plasmó en forma de collage en su Sinfonía.
La Orquesta Nacional abrió el pasado fin de semana su nueva y sugerente temporada, que inicia y acabará con Mahler. Para ello, me atrevo a sugerirles que escuchen las versiones de: Otto Klemperer junto a la Philharmonia de Londres (con Schwartzkopf) y Simon Rattle (antes de ser nombrado sir) junto a la Orquesta de la Ciudad de Birmingham y Janet Baker. Otro magnífico ejemplo sería Boulez con Schäfer y la Filarmónica vienesa. También mencionaría a Solti y, cómo no, a Claudio Abbado y la Orquesta del Festival de Lucerna con el Orfeón Donostiarra.
Parece mentira, pero después del verano viene lo bueno.
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