Recuerdo cuando, siendo aún un jovencísimo melómano de trece años, escuchaba un didáctico programa radiofónico llamado El elogio de la locura. Javier Briongos, su carismático creador y presentador, amenizaba con anécdotas, concursos y grabaciones de referencia un espacio que acabaría por convertirse en un simple hilo musical. Recuerdo una de sus preguntas con premio: "¿A quién pertenece esta composición y la voz que escuchamos?". Yo, a mi corta edad, dudaba. Aún así, percibía un acento afrancesado con notas del este hablando un rudimentario inglés. Tras escuchar esa pieza hipnótica, afirmé: "Esto es el ensayo de El beso del hada, de Ígor Stravinski". Qué recuerdos. Al poco tiempo, Briongos me invitaría a participar en su didáctico espacio. Felicidades, Javier, por contribuir a la música clásica desde el aspecto comercial, las ondas, el piano o la representación artística.
La consagración de la primavera marca un hito en la escritura musical del siglo pasado. "Vi en mi imaginación un rito pagano solemne: los ancianos sabios, sentados en un círculo, observando a una muchacha que baila hasta morir. La están sacrificando para propiciar al dios de la primavera", contesta Stravinski. Respecto al montaje escénico, el autor escribe: "Representa a la Rusia pagana y está unificada por una única idea: el misterio y la gran marca del poder creador de la estación primaveral".
Dos características envuelven una pieza que destaca por su capacidad rítmica: melodía y armonía. Desde el inicio, con el fagot en sus notas más agudas (incluido el famoso Do), va adquiriendo un lenguaje tonal único. Las disonancias y el sonido abrupto inundan la sala. Uno se imagina este momento único en el lenguaje musical, compuesto en el invierno del año 1912 a 1913, con la coreografía de Nijinski. El empresario de los Ballets Rusos, Serguéi Diághilev, pondría en marcha un estreno incomprendido para la época. Un clasista y sofisticado París, no supo entender hasta pasados algunos años tan soberbia composición.
Lo primitivo de los ancestros se mezclaba con las nuevas sonoridades. Resulta como si el ser humano volviera siempre a lo primigenio, a lo percutivo, a lo rudimentario o lo inicial. Algo hierve en el interior cuando se escucha por primera vez. Hago memoria sobre alguna de esas versiones que marcan: las trepidantes de un Gergiev o Simonov, el siempre auténtico Abbado o las antológicas de Monteux o Markévich (la londinense y monográfica del 51, la vienesa del 52 y la mejor y estereofónica del 59). Nott no tiene nada que envidiar a los mencionados, pero Rattle (lo vimos primero en Birmingham y en Esto es ritmo) con los filarmónicos berlineses se merece un diez.
Nunca me olvido de Mariss Jansons y su visión electrizante de la Consagración. Vino de la mano de la que fuera su titán americano, la Sinfónica de Pittsburgh, en los celebrados ciclos de Ibermúsica. Hace poco se editó también en DVD lo que los Ballets Rusos pudieron llegar a ofrecer, de la mano de Gergiev y el Kírov. El vestuario y los decorados se perfilaron al milímetro.
Desde finales de junio hasta el fin de septiembre del año pasado, se realizó en el vienés Palacio Lobkowitz (sede del Österreiches Theater Museum) una bellísima retrospectiva llamada Schwäne und Feuervögel. Les Ballets Ruses. Tuve la suerte de poder acudir y contemplar el cartel de su visita madrileña, en la primavera de 1916, en el Teatro Real. Emocionante.
Pons conoce de sobra el universo stravinskiano (lo hizo muy bien en Granada), pero se echaba en falta algo más de improvisación, de "desmelenamiento". El sonido quedó rigurosamente enmarcado, sin fisuras pero sin melodías desbordantes. Nuestra orquesta estuvo en estado de gracia, impregnada de las complejas sonoridades del ruso. Un Stravinski a recordar.
En su contraste de bravura y calma, Pons simula el oleaje de Una barca en el océano, de Maurice Ravel. El sonido del agua recuerda al Debussy de El Mar, en su inmensidad marina. Estamos ante una pieza de una delicada estructura y del incesante fluir de la música. Boulez la conoce sobradamente pero Inbal la hizo sonar inspirada en sucesivas ocaciones.
Para la pieza de encargo se contó con el Spanish Brass Luur Metalls, que había programado una composición de Lluís Vidal (1959). El conciero inicia con el sonido y riqueza de la percusión, mediante los platillos y el xilófono. La cuerda mantuvo un modo ténue. La trompeta da comienzo y le siguen la trompa, el trombón y la tuba. La progresión iba de más agudo a más grave, en una exposición instrumental.
Los ritmos de jazz parten de las primeras frases y, al final, el piano y la percusión se vuelven rotundos, junto a las sordinas de las trompetas. Se nota que Stravinski interesa a Vidal, así como la idea de reiteración temática. Mi aplauso.
1 comentario:
Hola, Jaime. Estoy ahora mismo escuchando el disco que esta mañana me recomendaste: Il ritorno di Tobia, de Haydn. Me está encantando. Seguro que me acompañará en muchos momentos. Gracias por tu consejo.
Un auténtico descubrimiento tu blog, que voy a añadir ahora mismo al mío y que pienso seguir.
Gracias otra vez. Elena
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