Como bien indica Juan
Ángel Vela del Campo, en las notas del programa de mano, “cincuenta años vivió
Gustav Mahler y cincuenta años cumple esta nueva temporada el ciclo de
conciertos de Ibermúsica”. Para tal evento, qué mejores invitados que la
londinense Orquesta Philharmonia y su titular, Esa-Pekka Salonen. El director
de orquesta finlandés estuvo al mando de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles
antes de que el venezolano de moda, Gustavo Dudamel, tomase posesión de la
misma. Titular de la agrupación creada con fines discográficos por Walter Legge
después de la Segunda Guerra Mundial y muy vinculada con el sello EMI, Salonen
posee una batuta especialmente destinada a realizar una buena lectura de
cualquier sinfonía mahleriana. Aquí vinieron al Auditorio Nacional madrileño
con la testamentaria Novena.
Este verano estuve en
la ciudad de Colonia, escuchando a un compañero y amigo de Salonen llamado
Jukka-Pekka Saraste que, salvando las distancias, poseen una claridad y
meticulosidad parecidas al enfrentarse a Herr Mahler. Si bien la Orquesta de la
Radio de Colonia (WDR) y la Philharmonia de Londres son agrupaciones bien
distintas, el uno se subió al podio ante la reconocible Quinta Sinfonía y el otro lo hace ante una compleja Novena Sinfonía. Saraste deja Colonia y Salonen abandonará Londres para
encaminarse a San Francisco (2020) y seguir la senda de otro mahleriano,
Michael Tilson Thomas.
La despedida es el
tema central de esta obra junto con otra composición, La Canción
de la Tierra, en la que el ser humano encuentra un consuelo final en el
que Dios está por todas partes y en todas las cosas y el Hombre espera unirse a
la Naturaleza consoladora, como apunta el biógrafo y estudioso mahleriano,
Henry-Louis de La Grange. Bruno Walter fue el encargado de estrenarla en 1912
junto a la Orquesta Filarmónica de Viena, dejando registrado a finales de los
años 30 un indiscutible trabajo discográfico. En el desamor que se deja
entrever en una frase que dedica a Alma, escribe Gustav Mahler en su partitura:
“Este soy yo y esto es todo lo que sé hacer”.
Desde el silencio la
cuerda, las arpas y el metal van tomando sentido, las maderas suenan
fabulosamente y el metal se impone contundente. Salonen es analítico al
máximo, comedido algunas veces, las tensiones y los cambios rítmicos se ven
acentuados, recordando algunas veces al maestro Pierre Boulez. Mahler nos lleva
del vals vienés al precipicio, apuntaba el director de orquesta en un
periódico. El concertino resultó muy
acertado así como el solista de flauta estuvo más que notable.
El segundo de los
movimientos acentúa la ironía y el juego satírico entre los segundos violines,
las violas y los violonchelos para sumarse los metales. Salonen impuso un
equilibro estructural, logrando una homogeneidad entre las familias
instrumentales. El director remarca las disonancias de la obra para después
continuar con la armonía sonora. Queda reflejado el paso de la luz a la
oscuridad y viceversa. El tercer movimiento, un delirio contrapuntístico para
De La Grange, posee uno de mis inicios favoritos y termina de manera colosal.
El último tiempo, el
cuarto, pudiera definirse como una despedida, sumergido en la densidad de la
cuerda, la melancolía doliente y la disipación de la música (sonido), como
si de la vida misma se tratara. Para el director de orquesta Leonard Bernstein,
otro mahleriano, la Sinfonía número 9 significaba que el siglo XX era el siglo de
la muerte y Mahler era su profeta musical.
La Fe y la Naturaleza
mantienen vivo a Gustav Mahler.