La Orquesta Filarmónica de San Petersburgo y Yuri Temirkanov venían siendo los emblemas del Ciclo de Conciertos de Juventudes Musicales, para ser ahora dos de los pilares de Ibermúsica, en el Auditorio Nacional madrileño.
Se programaron dos
eventos (días 5 y 6 de noviembre), para las Series Barbieri y Arriaga, en
los que se incluyeron el Concierto para
violín y orquesta de Brahms, junto al solista Serguéi Dogadin y la Cuarta Sinfonía de Piotr Ílich Chaikovski,
para el primero de los mismos y un
programa netamente caucásico para el segundo, incluyendo dos
composiciones de Nikolái Rimski-Kórsakov (La
leyenda de la ciudad invisible de
Kitezh y Scheherezade) y en el
aniversario del fallecimiento del autor de la Sinfonía Patética, interpretaron Temirkanov y los suyos nada menos
que Francesca da Rimini.
Con total humildad y
desprendido del divismo de otros, se aproxima el maestro Temirkanov al
podio de estilo barroco y de madera añeja que le otorga magisterio y sublime
calidad a lo que allí va a tener lugar. Como ya he comentado con anterioridad
mi predilección acerca de la manera de dirigir sin batuta del director y su
reverencial inicio hacia autores predominantemente rusos o de la órbita, con un
gesto de marcada devoción y como si en cada mano poseyera un total de diez
batutas, una por cada dedo. No pierde la atención a cada entrada solista y les
sigue en conjunto e individualmente con la mirada surgida por encima de sus
gafas y con cada una de sus indicaciones.
El primero de los
disfrutables conciertos, demostró la sincronía de treinta años de estrecha
colaboración, tras la etapa de Evgueni Mravinski. Aunque el Concierto para violín y orquesta de
Brahms sea absolutamente magistral, en manos del maestro Temirkanov todo sonaba
claro y perfectamente fraseado, como si de una lectura al detalle se tratara.
De hecho, esta agrupación recibió varios galardones austriacos por la manera de
afrontar la música de Brahms. Serguéi Dogadin posee una indiscutible técnica
interpretativa que a veces le hace perder el sentido musical de la obra y su
romanticismo, en pos de un sonido algo tosco y no demasiado refinado.
Temirkanov, por su parte, subrayó lo poético y dramático de la obra.
Chaikovski y su Cuarta Sinfonía son el ejemplo de la
satisfacción que sentía el autor por su obra. Temirkanov posee una idea total
de la composición, destacando por el uso del incisivo metal, realzando el tono
cálido de las maderas y mimando una cuerda que tocaba al unísono. La percusión
fue apoteósica y dejó entrever una conclusión triunfal.
Ante las merecidas
ovaciones y los bravos por parte del público asistente, el director de orquesta
y los músicos de la orquesta optaron por interpretar una propina deliciosa,
como es la Danza de los pequeños cisnes,
del Lago de los Cisnes de Chaikovski.
El segundo de los
conciertos definía la clara procedencia de sus intérpretes, con un maravilloso
programa ruso. Con la Ciudad
invisible de Kitezh de Rimski-Kórsakov, Temirkanov destacó la melodía
mágica debussiana de la obra, en una especie de impresionismo siberiano,
primando el uso de la cuerda y la madera junto a los toques delicados del arpa.
Se hacía patente la treintena de años en el podio de la agrupación y la
sintonía que desprenden. La percusión hizo su festiva entrada y en ningún
momento se perdió el sentido del ritmo.
Chaikovski
volvió a hacer su aparición notable con Francesca da Rimini, pieza sugerida por
su hermano Modest, a modo de fantasía orquestal con una utilización
imponente de la agrupación filarmónica y con unos compases huracanados
incluidos. Es una obra de marcado contenido psicológico y compleja estructura.
Temirkanov supo destacar el sonido individual y colectivo otorgando a cada
integrante su espacio y personalidad.
El punto final, a
modo de las Mil y una Noches, lo puso Rimski-Kórsakov de nuevo, en este caso
con su Scheherezade. Para ello,
contó con la importante presencia del concertino, Lev Klichkov. La fantasía
orientalista se vislumbraba con claridad y quedaron redondeadas las frases orquestales,
en un carácter cíclico y casi hipnotizador. Desde el inicio, se imprimió un
impactante temperamento a la música y Klichkov nos hacía recordar al mítico
concertino de la Gewandhaus en tiempos de Masur, Karl Suske. La intensidad de
este poema primó sobre algunos desajustes de entradas minoritarias y concluyó
cerrando una página de apasionante lectura y emotiva escucha.
En este caso, la
propina no podría ser otra que Chaikovski, conmemorando de nuevo su onomástica
y rememorándole con el Pas de deux,
del ballet Cascanueces.
Obras, compositores,
intérpretes y director para el recuerdo…